Ilustración: Don Fingo
Colombia es el país más feliz del mundo, o el segundo, o no lo es. Tiene el segundo himno más hermoso del mundo, o el tercero, o no se sabe. En el país se conserva más del cincuenta por ciento de las especies de animales del mundo, aunque esto nadie lo conoce, o lo sabe, o lo quiere saber. De esta forma podríamos entender por qué los colombianos no le reconocen la grandeza al país y no comprenden que vivimos en uno de los países más ricos del mundo. Las estadísticas diariamente nos hablan de miles de muertos, desaparecidos, robos, asesinatos, corrupción, LÍDERES ASESINADOS. Sin embargo y a pesar de todo, ¡ahí vamos!, viviendo, despertando día a día con la creencia de que en algún momento esto cambiará o al menos clasificaremos al siguiente mundial de fútbol.
Sí, tranquis, yo sé que el fútbol no tiene la culpa.
Si bien, muchos de los reconocimientos al país se hacen en el exterior, es también allá donde más resuenan nuestros problemas, los propios, los que no queremos reconocer pero que diariamente están en los andenes, en las calles, en los edificios, en cada colombiano que no sabe si al otro día comerá porque en la publicidad de los paraderos dice “NO COMA CARRETA”. Vivimos en una constante zozobra sobre el futuro y aun así no hacemos nada, no somos capaces de levantar la voz, de parar, mirar y gritar: ¡No quiero esto! ¡No me parece justo! ¡Merezco algo mejor!, quizás todos tenemos miedo o no nos importa hacerlo, o ya han matado a quienes lo hacen. Qué les digo: “This is Colombia”.
Pero debemos entonces mirar un poco hacia atrás y tratar de reconocer cuáles fueron los acontecimientos tan macabros e impactantes que hicieron que los colombianos no queramos luchar por lo que nos pertenece, que no queramos mirar más allá de lo evidente en cuestiones políticas, económicas y sociales. De descubrir en qué momento dejamos de creer en los demás, de creer que la felicidad en un país es posible y de comprender que solo estando y trabajando juntos podremos conseguir todos los triunfos que nos propongamos.
William Ospina sería entonces ese autor que de una forma u otra nos va a hacer descubrir qué nos pasó a lo largo de los años y quizás, comprender por qué somos como somos, por qué tiramos la basura en la calle, por qué nos pasamos un semáforo en rojo, por qué no hacemos la fila de un banco, por qué construimos rejas y parqueaderos en lugares públicos, por qué si se nos da la oportunidad nos apoderamos de lo que no nos pertenece.
En su libro “¿Dónde está la franja amarilla?” se plasman entonces cada una de las preguntas anteriores y se intenta no solo dar respuesta sino visibilizar las razones que nos llevan a donde estamos hoy. El libro, o ensayo, empieza haciendo un alto a la cotidianidad para escuchar a su amiga norteamericana que dice:
No entiendo con el país que ustedes tienen, con el talento de sus gentes, por qué se ve Colombia tan acorralada por la crisis social; por qué vive una situación de violencia creciente tan dramática, por qué hay allí tanta injusticia, tanta inequidad, tanta impunidad. ¿Cuál es la causa de esto? (Ospina, 2012, pág. 41)
Desde entonces y hasta el final Ospina va relatando y recordando cada uno de los momentos representativos de Colombia y, sin dejar descansar, lanza como dardos cada uno de los argumentos que, aunque no son felices, nos ilustra la forma en que hemos convertido el país en un sitio despreciable de transeúntes que solo buscan el bien individual y nos olvidamos de lo verdaderamente importante. De este libro se pueden resaltar varias partes:
Colombia siguió postrada en la veneración de modelos culturales ilustres, siguió sintiéndose una provincia marginal de la historia, siguió discriminando a sus indios y a sus negros, avergonzándose de su complejidad racial, de su geografía, de su naturaleza.
(Ospina, 2012, pág. 45).
Si el estado no le brinda garantías al ciudadano, ¿cómo puede reprocharle que recurra a métodos irregulares para garantizar la subsistencia? El Frente Nacional excluyó a las gentes humildes, y hemos visto crecer de un modo colosal la miseria material y moral del país. Cuando el Estado se esfuerza por hacer cosas en beneficio de los pobres, todo lo hace de un modo limosnero y exterior, porque los pobres no están representados en el Estado, y éste procura malamente mitigar las condiciones de pobreza.
(Ospina, 2012, pág. 68)
Actualmente Colombia se encuentra encerrada en una polarización impresionante sobre la paz, aún hoy, tres años después de la firma, un tema que en nada se debería tratar como político sino como social, pero que las maquinarias han encontrado el mejor negocio en decir y hacer cosas para que el común crea que los acuerdos no son suficientes y que lo mejor es seguir en conflicto donde se deban matar a todos los que se opone, según ellos, a lo que merece el país.
Si bien, muchas de las creencias que tienen las personas actualmente son las copias de ideologías caudillistas que abundan en un momento de globalización mediática, otras son sencillamente historias que nos han contado de cómo se construyó el país y que repetimos porque pensamos que esa es la verdad absoluta y que los historiadores no tienen por qué mentirnos al contarnos la historia de la Nueva Granada, de los Estados Unidos de Colombia, la colonización española, la liberación, la patria boba y la nueva colonización. Creemos ciegamente en lo que nos contaron los profesores de sociales en el colegio y no buscamos indagar si las cosas pasaron como ellos nos dijeron o simplemente fue la mejor forma que resultó para hacernos creer que tenemos sangre española y que los indígenas no tienen alma.
Para entrar un poco en el tema netamente histórico de las creencias y sucesos que no son tan reales como creíamos, Alfredo Iriarte inició un proyecto con la misión específica de resaltar aquellos acontecimientos que hasta el momento se creían reales y que al investigar, como se debe, se comprueba que no lo son. Por ello en su texto Lo que lengua mortal decir no pudo, encontramos sus columnas más representativas, no solo del tema colombiano, también de historias mexicanas, venezolanas, nicaragüenses, entre otras más junto con el papel que desde hace muchos años ha jugado Estados Unidos en la toma de decisiones de cada uno de los países de sur américa y, que aun hoy, es uno de los referentes para definir la forma en que se deben tomar las decisiones en cada país.
En este orden de ideas encontramos referencias como:
Los treinta años del 9 de abril son una nueva y muy valiosa oportunidad para que las gentes colombianas mediten sobre el hecho de que no es posible una autentica liberación nacional que no implique una total subversión de todos los embelecos y patrañas de la historia oficial.
(Iriarte, 1979, pág. 93)
Este simple artículo basta para ejemplificar, sin necesidad de comentarios, los extremos a que llegó este desventurado país bajo un régimen que no tuvo el mínimo pudor en llamarse “de regeneración”.
(Iriarte, 1979, pág. 63)
Se resalta entonces la forma peculiar en que están escritas las columnas contenidas en este libro, si bien, muchas son informativas e históricas, la mayoría, si no es que todas, cogen ese arquetipo que se creó que en la gente sobre los próceres de la patria y demuestra que, a la final, hasta el más héroe es humano y que la muerte es algo natural, aunque no por eso se deba dejar de luchar.
Iriarte con su fina pluma de sarcasmos y divertidos comentarios acerca de la manipulación que durante años hemos tenido y que son alimentados por los medios de comunicación, relata página a página cuales fueron aquellos sucesos que para hacerlos más llamativos se inventaron historias de valentía. Por eso este libro es quizás el mejor espejo de cómo se maneja no solo Colombia sino otros países del continente gracias a pasados lujuriosos y ambiciosos que pensaron que en algún momento las historias trascenderían para quedarse en el olvido.
Lo que lengua mortal decir no pudo, es aún un texto vigente, aunque sus escritos sean del pasado. La forma y la intención con la que los escribió aún se conservan en el recuerdo de quienes pensaban como él en esa época de ideales y de sueños. Iriarte deja consignados la forma en que nos han mentido durante muchos años para cuidar cierto tipo de elegancias y procurar que aquellas colonias no tuvieran la intención de llegar al poder para seguirnos controlando.
Ambos textos dejan una reflexión ardua y constante con el diario vivir puesto que, al ser espejos de la realidad colombiana, muchas veces pensamos que ese tipo de cosas no nos van a suceder y que la guerra también está en nuestro interior y en todos esos conflictos que se deben superar constantemente, o vivir con ellos para lograr empatía con quienes son diferentes. La historia de Colombia siempre ha estado plagada de criminales y personas que no le hacen bien ni a la familia y es por eso, quizás, que muchas de las historias que escuchamos diariamente se estén actualizando.
En conclusión, es nuestro deber como ciudadanos contribuir, al menos, cambiando un poco el pedacito que nos toca, con pequeñas acciones mejorar el entorno, el territorio, la ciudad. Es momento de dejar de quejarnos y empezar a conocer la razón verdadera que nos impulsa a actuar descomedidamente. Es cierto que regresar al pasado no sirve de nada, pero sí visibiliza todos aquellos acontecimientos que marcan puntos específicos de los cuales debemos aprender para no seguirlos cometiendo.
Cada uno de los escritos tiene entonces una labor sustancial en la medida de que todo lo que se narra es nuestra realidad. Por ello la invitación sería el trabajo constante, porque como lo dice William Ospina:
Yo sueño un país que esté unido física y espiritualmente con los demás países de la América del Sur. Que un grupo de jóvenes venezolanos o colombianos puedan tomar el tren en Caracas o en Bogotá y viajar, si así lo quieren, hasta los fines de Buenos Aires. En un mundo donde se hacen autopistas de isla en isla, no ha de ser imposible tender ese camino de unidad entre naciones hermanas. Yo sueño un país que cuando hable de desarrollo hable de desarrollo para todos, y no a expensas del planeta sino pensando también en el mundo que habitará las generaciones futuras”.