Ilustración: Santiago Pérez (Orión)
La olla pitadora fue la que me alertó de que algo pasaba, algo malo. Su sonido estruendoso siempre me ha causado mucho miedo, en 1999 sus pitazos estremecían todo el apartamento. Era una olla mediana, gris, de mango rojo y caucho azul; su sonido, estoy seguro, llegaba hasta el quinto piso del edificio donde vivíamos mamá y yo. Pero en ese instante a la 1:19 p.m. no sonó anunciando que los frijoles ya estaban listos, lo hizo chocándose contra el suelo pues mamá la dejó caer del susto.
Los frijoles, me enseñó ella, se dejan remojando desde la noche anterior para que se ablanden. Al día siguiente se escurren y se incorporan en la olla pitadora con abundante agua procurando que los cubra. Poner la tapa es un ritual que requiere de precisión pues esta se coloca de lado y se da una vuelta hasta que ambos mangos, el de la olla y el de la tapa, se encuentren, en el caso de la vieja olla tenía además un pequeño triángulo de metal que era el seguro, este procuraba que la olla no se fuera a destapar o explotar.
No estoy seguro si doña Blanca, mi madre, tenía un día designado a la preparación de sus frijoles, sin embargo, cada que me quería hacer feliz los cocinaba. No utilizaba la receta más elaborada, pero puedo asegurar que ninguna de mis tres hermanas le aprendió el secreto para que le quedaran en el punto exacto, ni caldosos, ni tan espesos. Eran perfectos. Los acompañaba de tajadas de plátano maduro, arroz, aguacate y carne asada.
En esa época vivíamos en un edificio que aun hoy es una combinación de azul y blanco, calle 36 #25-56 en Calarcá. Al terminar de almorzar doña Blanca me ofreció tomar la siesta, su intención era que no me viera Los Simpson, nunca le gustaron, y después de semejante banquete quien se negaría a hacerle caso.
El apartamento era pequeño, una sala comedor de unos cuantos metros donde medio cabían los muebles de metal negro con cojines rojos y un comedor de patas metálicas con mesa redonda de madera. Seguía la cocina, pequeña también, un corredor hasta el baño y un solo cuarto, allí dos camas, la de ella, café con un tendido amarillo, y la mía, que aún era el recuerdo de una cuna, claro que, sin barrotes, pues ya casi cumplía 5 años. Mi cama era gobernada por un mueble que en su parte superior formaba un techo color rojo y unos espacios donde estaban Spiderman y Batman, algunos peluches de Bugs Bunny y Mickey Mouse y unos cuantos libros de cuentos que mi mamá me leía. Dentro del cuarto, además del closet de metal blanco, se encontraba una biblioteca de mimbre gris llena de libros, la geografía, la historia, las matemáticas, la ética y los valores que mamá enseñaba en el colegio John Dewey me vigilaban siempre desde el frente de mi cama, curiosamente ubicada detrás de la puerta.
Frijoles verdes
No hay gran diferencia en la preparación, salvo que el color resalta a la vista. Mi hermana mayor, Janeth, es hábil en los menesteres de inventar recetas, siempre tiene jugos con combinaciones extrañas y platos que se aprende de un día para otro. Deliciosos, claro está. El 25 de enero de 1999, faltando un cuarto para la una de la tarde, estaba preparando fríjoles verdes con chicharrón. Estoy seguro que mamá le había recomendado dejarlos en remojo, preparar un guiso con cebolla, tomate, sal y un poquito de aceite en una cacerola negra, pequeña, procurando guardar el sabor. Luego debía escurrirlos, ponerlos en una olla con abundante agua a fuego lento, incorporarle trocitos de pezuña, papas, zanahoria, ahuyama si se quiere, sal y el guiso. Taparlos, dejar que todos los sabores se mezclen y posteriormente servirlos con arroz, aguacate, y un pedazo de chicharrón carnudo. No olvidemos los patacones de plátano verde.
Pero aquel lunes no hubo patacones, a la 1:20 p.m. el polvo de los escombros se entraba por la venta a causa de los edificios que se cayeron; los gritos, las ambulancias y el movimiento de tierra, impidieron que este plato fuera servido, las ollas estaban intactas en la estufa dos semanas después cuando tuvieron el valor de volver a entrar. Mi hermana y el esposo salieron corriendo de la casa, desde lo alto, en una de las esquinas del barrio San José de Armenia se podía ver como a lo lejos, cual fichas de dominó, los edificios caían y en las calles aparecían heridos, muertos y ambulancias. El humo gris, cuenta ella, nubló la ciudad por completo, no se distinguían los caminos y la gente corriendo entorpecía la agilidad vehicular.
***
Recuerdo, vagamente, que me acosté y abracé una almohada pequeña. El sonido del agua, los platos y las cucharas me arrullaban a la espera de que mamá terminara de arreglar cocina y viniera a acostarse conmigo. Sin embargo, sentí algo, un movimiento involuntario, el ruido de la olla pitadora contra el piso, Spiderman pegándome en mi cabeza y los vidrios de las ventanas sonando. Afuera, el silencio que por aquella época gobernaba Calarcá fue invadido por un rugido. Intenté levantarme para ir hasta la cocina, pero el libro de El Rey León con sus dibujos movibles me cayó encima, como pude bajé los peluches y cogí algunos juguetes para protegerlos entre mis manos. Empecé a gritar. La biblioteca de mimbre no quería dejarme salir, se derrumbó encima de mi cama cerrando la puerta.
¡Johan!, ¡Johan! ¿Te encuentras bien?
¡Sí mami! Estoy bien.
Hijo no soy capaz de abrir la puerta.
¡¡No, ma!! Es que la biblioteca la está cerrando y no soy capaz de moverla.
Hijo trata de subirte por la biblioteca para que te pueda sacar.
Doña Blanca Lilia con todas sus fuerzas intentaba mover la biblioteca, mientras abría la puerta, pero entre más le pegaba a la puerta, menos cedía. En el momento en que me pude subir por los ángulos metálicos, el espacio abierto de la puerta era muy reducido y solo podía sacar una mano. Ella me acarició y me pidió que me calmara, empecé a llorar, pensaba que me iba a quedar encerrado para siempre en aquel cuarto. Las sirenas de las ambulancias iniciaron su labor y yo aún no podía salir.
¡Johan! Qué vamos a hacer, no soy capaz de sacarte.
Mami, no sé, tengo mucho miedo.
Hijo tranquilo no llores, ¡Dios, por favor ayúdame!
Ella seguía rezando mientras el edificio se movía y la puerta no se abría, en un momento mamá pudo meter ambas manos y con un movimiento casi milagroso, me tomó de la cabeza y me haló tan fuerte que sin entender cómo, salí del cuarto disparado. Corrimos hacia la puerta principal, la cual por una construcción muy extraña se abría hacia afuera y debido al terremoto, se había descolgado, tampoco abría. Ambos tratamos de empujarla hacia arriba lo más fuerte que pudimos, no servía, me asomé por la ventana, el humo café se apoderaba de las calles, no se veía nada desde el segundo piso, solo se escuchaban gritos y plegarias. Pensé por un momento tirarme por la ventana y pedir ayuda, pero mamá me abrazó y me dijo que me calmara, que esperara.
Luego de varios minutos de golpes, la puerta cedió. Corrimos por las escaleras hasta la puerta principal del primer piso. Salimos a la calle, el cielo tenía un tono negro a causa de los escombros, muchos edificios y casas se habían derrumbado, se sentía el ambiente pesado, se escuchaban gritos, llantos, sirenas. Mi visión quedó tapada por las manos de doña Blanca. Intentaba protegerme de ver el horror que ya se formaba en frente: los funcionarios de la Defensa Civil, a falta de camillas, y sin más que hacer por aquellas víctimas, empezaron a arrumar muertos en los andenes, incluso el parque principal dejó de ser hogar de palomas para ser una morgue improvisada.
Frijoles con cidra
Para Astrid, otra hermana, no hay nada más tedioso que cocinar, lo odia, pero todo le queda delicioso. El día del terremoto su esposo había llegado a las diez de la mañana con todos los ingredientes para preparar unos fríjoles con cidra y oreja de marrano. Ella ya tenía la coquita blanca llena de agua y fríjoles remojando desde la noche anterior. El secreto de esta receta es cortar la cidra en cuadritos de forma tal que se camufle con los plátanos o las papas, según el gusto. La preparación es más o menos la misma, salvo que la pitadora debe sonar varias veces puesto que la oreja es dura. Como siempre ha sido costumbre, el almuerzo se sirve a las 12 en punto, ese día no fue la excepción. Una hora y cuarto después, Freddy, el esposo, entró en pánico al sentir que toda la casa se movía, su reacción fue coger el televisor marca LG que tenían en una mesa café, bodega de una gran colección de Cds, y tirarlo a la cama, salir corriendo hacia la calle y desde allá gritar: ¡Negra!, ¡Negra!, saque a los niños, la casa se está derrumbando.
Mi hermana vivía en el barrio 20 de julio, a unas cuantas cuadras del edificio blanco y azul que hoy es gobernado por “Comidas Rápidas donde Fercho”. Ella como pudo tomó a mis sobrinos y salió de la casa justo antes que esta se viniera al piso, cayó completa, aplastando toda la colección de Héctor Lavoe, Richie Ray, Rubén Blades, Willie Colón y Fulanito. Luego de aquel acontecimiento, estos cantantes y la música en general no estuvieron presentes durante meses, el luto invadía las calles y el silencio se apoderaba de la ciudad. Durante una semana no hubo energía en todo el municipio; la zozobra, el miedo, el desconcierto y la incertidumbre se apoderaron de todos a causa de ciertas bandas que se habían formado para saquear casas, tiendas y demás.
En muchos barrios, los vecinos se tuvieron que armar, organizar escuadrones de vigilancia y dormir en la calle, las casas no eran seguras a causa de las réplicas y muchos habían perdido todo. Mi papá, por ejemplo, decidió vivir 15 días en un cambuche improvisado pues era quien armaba los escuadrones para prevenir que los ladrones llegaran a su barrio.
***
Mientras caminábamos, mamá no soltaba mi mano, me decía que no me asustara y que mirara al frente y hacia arriba por si algo nos caía. Subimos una falda y justo en el sitio donde se suponía que estaba la casa de mi hermana, lo único que encontramos fueron escombros que más parecían legos desarmados. El pánico se apoderó de Blanquita quien hasta el momento había guardado la compostura, lloró mientras miraba para todo lado buscando quién daba razón de mi hermana.
¡Abuela!, gritó uno de mis sobrinos envuelto en llanto.
¿Dónde está tu mamá?
Aquí adentro abuela, venga.
Entramos en aquella casa, la dueña nos ofreció un poco de agua panela para que nos calmáramos. Astrid se encontraba pegada al teléfono llamando a todos los parientes, en ese momento aún había energía. Más tarde, con ayuda de los vecinos, empezaron a sacar lo que se pudo rescatar y se lo llevaron hasta la casa de Milena, otra hermana, que vivía en el barrio Margarita Hormaza. A eso de las 5:30 p.m., cuando nos encontrábamos acomodando todas las cosas, nos sorprendió una réplica del terremoto, según los reportes este acabó de dañar todo lo que se encontraba “medio en pie” y fue el momento en donde se presentaron más muertos, muchas personas estaban en sus casas rescatando alimentos, ropa y utensilios, no pensaban que un movimiento tan fuerte se fuera a repetir.
Esa noche tirados en colchonetas a mitad de la sala, ninguno podía conciliar el sueño por el temor a otra réplica o que las bandas de saqueadores aprovecharan el silencio y la oscuridad para entrar a la casa y robarnos; lo único que pude comer aquella noche fue un “Alpinette” de fresa con los últimos panes que quedaban en una tienda que encontramos abierta.
Al día siguiente Calarcá era un espacio de escombros, vidrios, columnas, paredes, ladrillos, puertas, juguetes, zapatos, ollas, todo estaba en el piso, la gente miraba sus casas convertidas en “nada”, los voluntarios de la Defensa Civil se paseaban por todas las calles en busca de sobrevivientes. La vida en ese momento cambiaba para los habitantes del departamento y las regiones afectadas por el terremoto. Los días transcurrieron con un agridulce sentimiento de preocupación. Luego de varias semanas, doña Blanca volvió a hacer fríjoles.
Texto publicado en el especial TERREMOTO 20 AÑOS de la revista El Rollo, enero 2019
https://www.revistaelrollo.com/especial-terremoto-20-anos